ESPAÑA INCÓMODA.

"Demasiado libertinaje en la juventud seca el corazón, y demasiada continencia atasca el espíritu".

Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) Escritor y crítico literario francés.


jueves, 14 de abril de 2011

Carta número 28, de Pedro Varela desde Prisión


El rostro oriental, para nosotros de apariencia impasible, intenta no dejar traslucir el dolor contenido. Pero pronto denota emoción y lágrimas que se resisten a seguir escondidas. Todas las pertenencias, aquello por lo que se ha luchado tal vez toda una vida, han desaparecido de la noche a la mañana. Posiblemente algún ser querido, vecino o conocido, se ha ido también, arrastrado por las fuerzas desatadas de la Naturaleza, que no tienen por qué respetar las criaturas humanas ni sus pasajeras construcciones.

No es el primer desastre que sufre la Humanidad, ni tampoco será el último, sea éste inducido o casual. Es una de las muchas formas que tiene el Todopoderoso de recordarnos la transitoriedad de nuestra existencia física en este mundo. Nuestro planeta de hoy —pero dudo que el de nuestros antepasados prehistóricos fuera más llevadero— tiene demasiados problemas y no tantas soluciones.

El hambre sigue ahí, la pobreza y la incultura también, las guerras son intrínsecas al ser humano, las catástrofes naturales que creíamos haber superado con nuestra orgullosa técnica lo tiran todo abajo como un castillo de naipes, las drogas destrozan la voluntad y la salud de muchos y la economía de sus parientes, cada vez más familias se desintegran, la violencia forma parte asidua de los noticiarios, mientras el hombre contamina el aire que respira y el agua que bebe y los poderosos ansían acaparar el dinero y las posesiones de todos. ¿Habrá una solución definitiva?

El hombre de visión trascendente no habría de perder de vista esta realidad lapidaria: el dolor y la vida constituyen un dúo inseparable. No es concebible lo uno sin lo otro. De este modo el Universo nos ayuda a despertar de nuestro sueño para que saquemos conclusiones acertadas sobre el auténtico sentido de la vida. El misterio del dolor no puede ser entendido bajo criterios un poco infantiles de buenísimo y felicidad terrenal perpetua, pretendiendo superar nuestra debilidad intrínseca, sólo fugaz y aparentemente mejorable con el progreso. Cada generación tiene su catástrofe o guerra que sufrir.

Pero si eso no convenciera a los más obtusos, baste con recordar que tras sólo unos años, aquellos jóvenes que éramos, seremos viejos como lo son ya nuestros padres. Y luego ¿qué quedará de nosotros? Siquiera el recuerdo. ¿Cuántos familiares, amigos, camaradas jóvenes y viejos, personas entrañables en fin, se han ido ya? Cada cual puede rememorar a los suyos. Las malas noticias, decía Schopenhauer, siempre están al acecho dispuestas a asaltarnos en el momento más desprevenido. Despierta y entiende, nos recordaba Calderón, que estás desde que naces en los brazos de la muerte.

No otra cosa nos inspiran, con su lenguaje musical, el “Lacrimosa” y el “Laudate dominum” mozartianos, las cantatas de Bach o el “Réquiem alemán” de Brahms. ¿Qué insinuaba Richard Strauss con sus “Cuatro últimos Lieder”, “Am Abendrot” (“Puesta de Sol”) o “Beim Schlafengehen” (“Al ir a dormir”)? Que a todo lo que parecía primavera le llega su invierno y tiene su final, como el suyo propio, que ya sabía próximo. Hablo de nuevo con mi compañero de “chabolo”. No cree en el Maligno ni en el Infierno. Comento que no es suficiente con no querer creer para que algo deje de existir.

Un cierto positivismo infantil se ha adueñado de nuestra sociedad moderna. Pero sucesos como el de Japón nos recuerdan recurrentemente que cada día es un regalo y cada minuto en compañía de nuestros hijos y nuestros padres, hermanos o amigos, también. Nuestro progresismo nos prometía seguridad. La seguridad, ¿es eso la vida? Ciertamente lo contrario es la norma. Pero observando las penalidades inherentes al mundo y con la “Gran Igualadora” al acecho cada día, podemos sin embargo sumergirnos en la certeza de encontrar al otro lado a todos los seres queridos que han traspasado el dintel antes que nosotros. Para lograrlo lo único importante es escuchar a Nuestra Señora cuando advertía: “Haced todo lo que Él os diga”.(1) Aceptar plenamente todo lo que nos sucede es pues un primer paso para no desesperar y por el contrario utilizarlo en perfeccionar nuestro crecimiento interior.

“Quiero todo lo que me contraría”, afirmaba Jacques Philippe. (2) Para empezar es importante vivir el desprendimiento, esforzándonos por no apegarnos a nada en el aspecto material e incluso afectivo. Quienes Dios pone a nuestro alrededor están por aquí como uno mismo, de manera esporádica. Es decir, debemos mantener nuestro corazón en una actitud de desapego, conservar una especie de libertad, de distancia y de reserva interior ante todo; así, si se nos impide un proyecto o una relación, no hagamos un drama.

Un franciscano del siglo XVI afirmaba: “Que vuestra voluntad esté siempre preparada para cualquier eventualidad. Y que vuestro corazón no se esclavice a nada. Cuando experimentéis algún deseo, hacedlo de modo que no sufráis en caso de fracaso, sino mantened el espíritu tan tranquilo como si no hubieseis anhelado cosa alguna. La verdadera libertad consiste en no apegarse a nada. Así es como Dios busca vuestra alma para realizar en ella cosas grandes.” (3) Y San Juan de la Cruz continuaba en este sentido: “Procura conservar el corazón en paz; no le desasosiegue ningún suceso de este mundo.

Aunque todo se derrumbe aquí abajo y todos los acontecimientos nos sean adversos, sería inútil que nos turbásemos, pues esa turbación nos aportaría más perjuicio que provecho.” (4) Sirva todo lo antedicho para desarrollar en nosotros una especie de sentido espiritual que de forma efectiva nos haga más fuertes. Así las cosas, cuando como en nuestro caso se pretende dañarnos, el mal, sin proponérselo, hace el bien, para mayor iracundia de los perversos. Incluso la cárcel, una vez domeñada, ¿no puede convertirse en un regalo? Absorbidos por las prisas y ocupaciones constantes ahí afuera, apenas encontramos tiempo para otra cosa que correr hacia ninguna parte, intentando asegurarnos un día de mañana cuya duración ni siquiera podemos determinar.

La prisión cambia esta perspectiva, cerrando por un lado las puertas al exterior y organizando con puntualidad y disciplina castrense todas nuestras necesidades perentorias. De encontrar el lugar tranquilo y el camarada de celda adecuado —o incluso la afortunada carencia de éste—, estar preso nos ofrece la oportunidad de dedicar tiempo a las cosas que probablemente menos ejercitamos en libertad: la meditación, la soledad, el silencio, la oración, la lectura, la escritura, tal vez una raramente rica conversación. Todo ello auténtico alimento espiritual. Cierto, existe la característica ansiedad debida al aprisionamiento del hombre enjaulado y la tristeza por la lejanía de los seres queridos a quienes no podemos abrazar.

Pero todo ello sublima nuestros días sin libertad y nuestros sentimientos, haciéndonos más sensibles a los asuntos del corazón y a las cosas de Dios.

Pedro Varela

NOTAS: (1) En las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). (2) Philippe, Jacques: En la escuela del Espíritu Santo, Patmos, Madrid, 2008. (3) Bonilla, Juan de: Breve tratado de la paz del alma”, Rialp, 2005, p. 34. (4) “Dichos de luz y amor“en Vida y obra de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1978.

Extraído del blog: Pedro Varela Libertad

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