“Donde no hay justicia, es un peligro tener razón”.
Eso decía Don Francisco de Quevedo. Nosotros ni siquiera diremos que tenemos razón, el peligro está simplemente en atreverse a disentir. Cuando la libertad de expresión es relativa, el peligro aparece en cuanto se utiliza.
El riesgo comienza con el nacimiento de un pensamiento crítico, y aumenta progresivamente en la medida en que esa crítica se vuelve más constructiva.
Es mayor cuando la alternativa cuestiona alguno de los inquebrantables dogmas oficiales.
Se incrementa cuando ese pensamiento se comparte y se constata la existencia de una injusticia, y a la vez de una solución aplicable.
Empieza a volverse preocupante cuando se crea un punto de encuentro crítico que cristaliza en un proyecto, un foco de disidencia.
El riesgo aumenta todavía más cuando la alternativa propuesta, al margen de lo convencional, se transmite.
Y alcanza su punto máximo al utilizar para ello nuestros derechos fundamentales –que parecen ser relativos.
Salir de los moldes y ser capaces de ver más allá de nuestra nariz es hoy día un acto censurable.
Apagar la televisión dispara las alarmas.
Pensar sin pedir permiso sólo es propio de sujetos sospechosos.
Intentar compartir nuestros puntos de vista públicamente es un comportamiento pirómano.
Disentir es un deporte de riesgo.
Disentir es un deporte de riesgo.
Pero nos gusta la aventura.
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