Es desalentador. No sabemos vivir de otra manera. Desinflada la burbuja y roto el espejismo de una falsa riqueza, de una economía con pies de barro, de un desarrollismo incontrolado propio de los 60, nos topamos de bruces con la realidad secular de esta España nuestra. Una nación pobre, sin recursos naturales, con poca industria, sin tecnología propia, con una agricultura en franco retroceso y un sector servicios necesitado de una profunda reconversión. A la sombra del ladrillo, del todo urbanizable, España creció artificialmente. Pero creció. Sin freno y sin cabeza. Pero creció. Y ese crecimiento debió ser aprovechado para acometer las profundas reformas estructurales que necesitaba y necesita. Momento más propicio para ello no volverá a presentarse. Otro “milagro económico” aunque sea virtual, no se espera. Ahora, con las arcas vacías y al borde de la bancarrota, se pretenden hacer los deberes. Sin recursos, será imposible. Parches temporales que solo servirán para alargar nuestra agonía y coger con pinzas lo poco que queda de un estado inviable, caro de mantener y carcomido por la corrupción política.
Con estas premisas, a las nuevas generaciones no les queda otra que emigrar. Emigrar o salir a la calle con algo más que pancartas y consignas. Por eso la casta política está exultante. Al igual que la oligarquía franquista sintió un gran alivio cuando dos millones de españoles tuvieron que cruzar la frontera exiliados por la pobreza, los herederos de aquel régimen respiran aliviados ante el cable alemán.
Esta otra “fiel infantería” como la denomina Pérez-Reverte “son la misma gente que hace cuatro siglos, harta de monarcas imbéciles, curas parásitos y funcionarios sanguijuelas, decidió que era mejor intentarlo allá afuera y reventar en ello, que languidecer en una tierra yerma, ingrata, dejada de la mano de Dios”
En la madrugada del siglo XXI el fantasma de la emigración se cierne otra vez sobre la juventud española. Una juventud mejor preparada que la que entonces, maleta acordonada en ristre, salió a descubrir Europa, principalmente una Alemania que resurgía de las cenizas de la gran guerra. Una Alemania necesitada de oficiales de oficio que, como contaban nuestros padres, se asombraba del país que dejaba salir a trabajadores tan cualificados.
Torneros, Fresadores, Mandrinadores, Rectificadores, Soldadores, Ajustadores, Matriceros, Electricistas, Fontaneros, Tuberos y Caldereros desembarcaron en la industria teutona para demostrar una vez más que España podría ser otra cosa si lo manifestado por un ingeniero del lugar pudiera hacerse realidad: que gran país si la clase dirigente en vez de ser la que es, fuera otra.
Ha pasado el tiempo y en España vuelven a manifestarse los demonios de siempre. Ahora se va lo más granado, lo mejor preparado, una generación que estaba llamada a conducir este descarrilado país tiene que partir en busca de los horizontes que aquí se les niega. La incapacidad política permitirá que otros países recojan los frutos de unos profesionales cuya formación ha sido pagada por todos nosotros. Y aquí nos quedamos los mediocres, los no cualificados y un ejército de viejos e inmigrantes cuyo futuro está más que negro, dirigidos por una caterva de inútiles aprovechados de casta y tronío.
Por lo menos, dejarán el pendón bien alto “batiéndose a ciegas por la negra honra y por desesperación. Por hambre. Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre. De nuevo, también como siempre, la misma historia”
Y llorarán, como lloraron nuestros padres y abuelos, cuando en algún receptor suene un pasodoble español.
Ramón Ángel Romero
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