En una sociedad en la que los valores religiosos judeocristianos se hayan en retroceso, una serie de concepciones político-económicas judeoliberales han venido a sacralizarse y a ocupar esas parcelas con carácter universal. Estas vetustas ideas liberales, que fueron alumbradas en las postrimerías del siglo XVII y durante el siglo XVIII han alcanzado, tras la derrota europea de 1945 y la caída del bloque soviético, la categoría de dogma y sido revestidas de infalibilidad divina.
Cualquiera de nosotros podrá negar la existencia de Dios, de la Nación e incluso sin rubor decir que a las dos de la tarde es plena noche. Siempre encontraremos un blog en blanco, un ágora dispuesta a escuchar la más descabellada de las ideas, un intelectual que busque una razón o un porqué. Pero, ¡ay de aquel que ose a dudar de la santa trinidad democrática por que para él no habrá piedad ni compasión!
La democracia como el mejor de los sistemas políticos, el libremercado como la única garantía de bienestar y el Holocausto como martiriologio de las víctimas de los diabólicos nazi-fascistas. He aquí la santa trinidad democrática: liberalismo político (democracia), liberalismo económico (capitalismo) y Holocausto. Padre, hijo y espíritu santo.
El judeomarxismo es consentido como una arcaica desviación de la doctrina, que cayó por su propio peso y víctima de su inviabilidad. Es considerado como una reminiscencia proletaria cismática, que le sirve al liberalismo para encauzar el descontento y la pseudorebeldía de aquellos entre los cuales las contradicciones del sistema generan agnosticismo.
Sin embargo, marxismo y liberalismo, el pasado y el presente, el fracaso y el éxito, los cipayos y el poder vienen a coincidir en sus últimos fines: materializar en la Tierra su particular paraíso y gracia divina mediante un único poder político mundial, un único mercado mundial y una única sociedad mundial. Es lo que casi todo el mundo llama globalización y unos pocos llamamos mundialización. El proceso definitivo e inexorable por el cual el liberalismo dice llevarnos al progreso total, pasando por encima del pecado original de las naciones, las razas y las culturas diversas.
Aquellos primeros apóstoles liberales que, en la Francia del siglo XVIII, predicaban la igualdad, la libertad y la fraternidad nunca podrían haber imaginado que su fe llegase tan lejos. La igualdad que conduce a la humanidad hacia un mestizaje étnico y cultural total. La libertad, su libertad, consistente en la libre circulación de mercancías y capitales a lo largo y ancho del planeta. Y la fraternidad universal que socava la independencia de las naciones y las conduce a estrechar más y más sus lazos, o cadenas, bajo los auspicios del gobierno mundial.
Querido lector, por si aún no te habías dado cuenta estamos viviendo en el paraíso o nos queda realmente poco para ello. El mundo tal y como fue conocido por nuestros padre o por nosotros mismos está a punto de desaparecer. Es lo que el dogma liberal llama “el fin de la Historia”, ya no habrá grandes cambios, ni revoluciones, ni nuevas ideas. El liberalismo, una vez asentado universalmente, proporcionará al orbe una etapa poshistórica lineal. Podría considerarse que la jerusalem celeste liberal está muy próxima e incluso descendiendo de las alturas.
Para que todo este conjunto dogmático se sustente, se afiance e impere existe una consolidada iglesia liberal, una liturgia liberal y unos lugares de culto liberales. Es difícil delimitar estas estructuras, muchas de las cuales se entremezclan y comparten competencias en su labor pastoral.
La iglesia liberal y sus ministros son los heraldos de la economía de libremercado y de la democracia. Los economistas, los analistas, todos ellos revestidos de un nimbo de irrefutabilidad al hablar un lenguaje que el pueblo no comprende. Los políticos, que son la orden de la iglesia liberal más próxima al pueblo. Los periodistas son los catecúmenos, los catequistas de la fe en las urnas y el poder del dinero.
Encontramos la máxima expresión de la liturgia liberal en el parlamentarismo. Las votaciones cuatrienales, la sesión de investidura, el debate sobre el estado de la Nación, los grupos parlamentarios, las mociones de censura o confianza, la sesión de control al Gobierno son prácticas llevadas a cabo de manera rutinaria, vacías de sentido pero imprescindibles para la pompa y boato del liberalismo político. Hablar, por ejemplo, de separación de poderes son palabras mayores que escapan del entendimiento de la mayoría de los mortales, que requiere una sólida preparación mediante ejercicios espirituales liberales para su comprensión, su fe y su razón de ser.
Los lugares y medios de culto de la religión liberal democrática son infinitos y omnipresentes. Su finalidad es evangélica a la vez que permiten al fiel llevar un modo de vida acorde con su fe. Las bolsas de valores, los edificios de acero y cristal que albergan las sedes de las entidades financieras y multinacionales son los santuarios y catedrales a las que sólo pueden acceder los más avezados y creyentes feligreses. El parlamento, del cual ya hemos hablado, es el colegio cardenalicio de la democracia con sus “fumatas negras” y sus “fumatas blancas”. Las sucursales bancarias son los confesionarios en los que el pueblo puede expiar el pecado de su pobreza mediante una bula en forma de hipoteca. En los centros comerciales se puede participar en la eucaristía del consumismo y los seglares actuar conforme a los mandamientos liberales y democráticos. Y finalmente, la televisión, el evangelio y capilla audiovisual entorno al que se reúnen las familias para reforzar sus creencias en esta religión de la posmodernidad.
En las base de este sistema encontraríamos al pueblo. Un pueblo que no entiende nada o casi nada de lo que oye desde los púlpitos políticos y económicos del liberalismo. Pero lo que escucha le suena bien, como cuando en épocas preconciliares la Misa era cantada en latín.
El pueblo, agradecido a la democracia por vivir en el mundo desarrollado, temeroso de que el fin de este sistema les transforme en lo famélicos seres moribundos que ven en la televisión allende los mares o llegar harapientos en pateras. Satisfecho por participar en la comunión del voto y en el éxtasis del consumo. Un pueblo con un nivel cultural ínfimo para así ser más crédulo. Un pueblo relativizado y relativista que se permite dudar de todo salvo del la democracia, del libremercado y del sempiterno Holocausto. Una gran masa inerte de estómagos agradecidos que no quiere oír, que no quiere ver, que prefiere narcotizarse con el incienso del orden liberal.
Tras esta reflexión, en la que la posmodernidad queda reducida a estructuras medievales feudovasalláticas, no podríamos olvidarnos de los infieles y de los herejes. Por que también existen en estos tiempos.
Los infieles son los de siempre. Presentados como fanáticos que se oponen al progreso. Pero a lo que realmente se oponen es a esa libertad, a esa igualdad y a esa fraternidad tan peculiares que impone el liberalismo. Al mantenerse fieles a sus costumbres y tradiciones, a la firmeza contra el relativismo y el cónclave democrático el liberalismo le denomina fanatismo. En esta primera década del siglo XXI la democracia ha lanzado una cruzada contra los infieles con vistas a la derrota de esta resistencia política, cultural y religiosa. Con el objetivo de la seguridad de sus mercados y el ejercicio real del poder en una de las partes del globo en la que no puede practicar libremente el absolutismo de la gracia divina democrática.
Y luego, nos encontramos los herejes. Los que no creemos ni en la democracia, ni en el librecambio, ni en el Holocausto. Los que no admitimos que nuestras ideas sean fustigadas por la corrección. Somos la hez de esta sociedad. Los que envenenamos los pozos en los que beben los perfectos ciudadanos, en un intento desesperado por demostrarles que existen verdades más allá del voto, del consumo y de las versiones impuestas de la Historia.
Nuestra herejía no nos es gratuita, conlleva la persecución y el castigo por parte de la inquisición democrática formada por los delatores y acusadores de los medios de comunicación, los jueces, las fuerzas de orden público y los parapoliciales de la extrema izquierda. El ostracismo social para todos, nuestros símbolos proscritos y nuestros libros prohibidos y quemados. Aquellos que suponen un mayor peligro para el dogma su pena es el exilio, la prisión o misteriosas muertes en accidentes.
Nuestra herejía es libertad pero en estos tiempos si existe algún miedo, ese miedo es a ser realmente libre.
Finis Gloriae Mundi
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