El capitalismo mató al hombre blanco. Siempre hubo guerras y hubo imperios, territorios ocupados de frente, a paso de marcha, pero eso era distinto. Había ciertas normas superiores, dioses, una multitud de hijos, heroísmo y comprensión de la naturaleza de las cosas. Pero luego ya no. Todo comenzó a tornarse abstracto, monetario, la esclavitud invisible de los trusts, de los consorcios y de la moneda.
El hombre blanco siempre guerreó entre sí. Los griegos entre sus varias ciudades, los germanos y los eslavos, los romanos y los celtas. Pero eran otras guerras, de pueblos vitales, fuertes, en crecimiento. Pueblos con identidad, con dioses y cultura. No había nada que no fuera eterno. Los muertos también lo eran: por eso había para ellos un culto.
Pero luego ya no. Los recursos naturales ganados con la fuerza de la espada no eran ya para el pueblo más fuerte, para el conquistador. Eran para alguien invisible. Para las máquinas y quienes están detrás de las máquinas. Primero la máquina a vapor, otra escala, otra economía, y el poder de la moneda. Entonces la guerra careció de sentido, de honor, de territorio, de estética. Ya no materiales nobles conquistados, ya no el trigo, el hierro y la madera. Ahora el oro, la letra de cambio, las líneas de producción alimentándose a sí mismas.
Entonces el hombre blanco dejó de nacer y de reproducirse. Ya no tenía sentido más que el instante. Lo único propio de una vida ajena. Nadie eternizaría las batallas: ni poetas, ni reyes ni caudillos. Ni dioses ni muertos transformados en semidioses. Lo anónimo dejó de pertenecer a la comunidad y pasó a ser de los mercados. Y el hombre mismo pasó a ser máquina, abstracción productiva, sólo vacío.
El capitalismo mató al hombre blanco. No por las guerras, al fin y al cabo parte de la historia, sino por la nueva naturaleza de las guerras. Guerras sin comunidades, sin belleza, sin honor y sin héroes. Guerras abstractas, quemazón de ciudades desde el aire. Guerras de números, de estadísticas, de contadores y de economistas.
El capitalismo es para los chinos. Ellos son ordenados y manejan bien el capitalismo de Estado y el capitalismo de empresa. El Estado es la empresa, y la empresa es el partido. Y el partido negocia los directorios con las grandes empresas capitalistas de Occidente. Nosotros no somos buenos para eso. Ni siquiera los alemanes, a quienes siempre surgirán ciertas dudas atávicas. Cierta nostalgia de antiguos pensamientos, los dioses de los bosques y todas esas cosas.
La máquina condiciona el engranaje a su propia naturaleza. El hombre blanco es una pieza que nunca fue esencial en una máquina ajena. Una pieza cada vez más pequeña, más anónima, más perdida en el gran resentimiento que genera rechazarse a uno mismo, a los milenios de antiguos antepasados. Dicen que la peor corrupción es la corrupción de los mejores. Al mirarnos al espejo debemos creer que es justamente así.
El hombre blanco siempre guerreó entre sí. Los griegos entre sus varias ciudades, los germanos y los eslavos, los romanos y los celtas. Pero eran otras guerras, de pueblos vitales, fuertes, en crecimiento. Pueblos con identidad, con dioses y cultura. No había nada que no fuera eterno. Los muertos también lo eran: por eso había para ellos un culto.
Pero luego ya no. Los recursos naturales ganados con la fuerza de la espada no eran ya para el pueblo más fuerte, para el conquistador. Eran para alguien invisible. Para las máquinas y quienes están detrás de las máquinas. Primero la máquina a vapor, otra escala, otra economía, y el poder de la moneda. Entonces la guerra careció de sentido, de honor, de territorio, de estética. Ya no materiales nobles conquistados, ya no el trigo, el hierro y la madera. Ahora el oro, la letra de cambio, las líneas de producción alimentándose a sí mismas.
Entonces el hombre blanco dejó de nacer y de reproducirse. Ya no tenía sentido más que el instante. Lo único propio de una vida ajena. Nadie eternizaría las batallas: ni poetas, ni reyes ni caudillos. Ni dioses ni muertos transformados en semidioses. Lo anónimo dejó de pertenecer a la comunidad y pasó a ser de los mercados. Y el hombre mismo pasó a ser máquina, abstracción productiva, sólo vacío.
El capitalismo mató al hombre blanco. No por las guerras, al fin y al cabo parte de la historia, sino por la nueva naturaleza de las guerras. Guerras sin comunidades, sin belleza, sin honor y sin héroes. Guerras abstractas, quemazón de ciudades desde el aire. Guerras de números, de estadísticas, de contadores y de economistas.
El capitalismo es para los chinos. Ellos son ordenados y manejan bien el capitalismo de Estado y el capitalismo de empresa. El Estado es la empresa, y la empresa es el partido. Y el partido negocia los directorios con las grandes empresas capitalistas de Occidente. Nosotros no somos buenos para eso. Ni siquiera los alemanes, a quienes siempre surgirán ciertas dudas atávicas. Cierta nostalgia de antiguos pensamientos, los dioses de los bosques y todas esas cosas.
La máquina condiciona el engranaje a su propia naturaleza. El hombre blanco es una pieza que nunca fue esencial en una máquina ajena. Una pieza cada vez más pequeña, más anónima, más perdida en el gran resentimiento que genera rechazarse a uno mismo, a los milenios de antiguos antepasados. Dicen que la peor corrupción es la corrupción de los mejores. Al mirarnos al espejo debemos creer que es justamente así.
Juan Pablo Vitali.
No hay comentarios:
Publicar un comentario