ESPAÑA INCÓMODA.

"Demasiado libertinaje en la juventud seca el corazón, y demasiada continencia atasca el espíritu".

Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) Escritor y crítico literario francés.


lunes, 5 de diciembre de 2011

La única hija de Stalin muere a los 85 años en el anonimato y la pobreza.



Tras la muerte de su padre, en 1953, los nuevos líderes del Kremlin la despojaron de sus privilegios.

El presidente Johnson le concedió asilo político en EE UU en los años 60.



La princesa del Kremlin traicionó la memoria de su padre. Huyó a India, a Inglaterra, a Francia. Abrazó los valores capitalistas. Se refugió en el gran desierto del oeste americano. Volvió a la URSS y, de nuevo, a Norteamérica. Si su vida hubiera sido una novela rusa se habría llamado La Huida. Y es cierto: tan compleja y prolija como una obra rusa fue la existencia de Svetlana Stalina, hija de Josif Stalin. Murió el martes pasado a los 85 años como Lana Peters, en la pobreza y el anonimato del condado de Richland, en medio del vacío de las explanadas rurales de Wisconsin. Había perdido su fortuna. Había renegado de sus raíces. Se había alejado de su familia. Y murió lejos de las cámaras que la siguieron desde que naciera en Moscú en 1926.

Fue la única hija de Stalin. Tuvo tres hermanos varones. Para los resortes de la propaganda estalinista fue la forma de humanizar al dictador. Aparecía en fiestas y recepciones. Su padre la colmaba de atenciones. Le regalaba hasta películas americanas. La apodaban El pequeño gorrión. Entre los cojines del Kremlin, ignoraba los efectos terroríficos de la represión de su padre. Las circunstancias de su propia vida le eran también ajenas. Cuando tenía seis años, su madre, Nadezhda Alliluyeva, se suicidó. Durante un tiempo, la pequeña creyó que había muerto de una apendicitis.

Aunque renegaría más tarde de su padre, en realidad nunca le abandonó, a pesar de que durante la larga guerra con Alemania, entre 1941 y 1945, Stalin cambió. A su hijo Yakov lo dejó morir a manos de los nazis, negándose a intercambiarlo por un general alemán capturado. Al novio de Svetlana —judío— lo mandó a Siberia. Se casó con otro hombre en 1945, con quien tuvo un hijo. Se divorció dos años después. Se volvió a casar con el hijo de un colaborador de Stalin. Tuvo otra hija. Y se divorció de nuevo.

Fue tras la muerte de su padre, en 1953, cuando los nuevos líderes del Kremlin, incluido el primer secretario Nikita Kruschev, la despojarían de sus privilegios. Antes que convertirse en una más, prefirió huir. Escapó a India en 1967. Allí pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos. El presidente Lyndon B. Johnson se lo concedió. Según escribió en 1992 The Washington Times, el KGB trató entonces asesinarla, un plan que no se completó. Finalmente Svetlana llegó a Nueva York en abril de 1967. Publicó dos autobiografías en las que renegaba de su padre, de la URSS y del comunismo.

Tras quemar en público su pasaporte soviético, se asentó en Nueva Jersey. Tres años después conoció a William Wesley Peters, discípulo de Frank Lloyd Wright, y se casó con él. Ambos se mudaron a un complejo diseñado por el famoso arquitecto en Scottsdale, en el desierto de Arizona. Pero como parece que era norma común en sus casamientos, tuvo una hija y, en dos años, se divorció. Se nacionalizó norteamericana en 1978, y cambió su nombre por el de Lana Peters.

Entonces, hace ya 33 años, comenzó la decadencia de su vida. Se marchó a Inglaterra. Justo cuando la historiografía de la URSS rescataba la memoria de Stalin, ella comenzó a hablar mejor de su padre. Dijo que había sido un juguete de la CIA. Regresó a la URSS. Recuperó su pasaporte. Pero no encontró el reconocimiento que esperaba, y se mudó a Georgia para, en 1986, volver de nuevo a Estados Unidos.

Ya en Wisconsin, dijo que nunca había renegado de EE UU, que todo había sido una mala traducción de sus palabras. Trataba de huir de los medios. Algunos escribieron que subsistía en la pobreza, que había enloquecido. Dio, finalmente, una entrevista al diario Wisconsin State Journal, el año pasado. De su padre, tuvo algo que decir, una frase lapidaria: “Me rompió la vida”.

Extraído del periódico "EL PAÍS".

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